jueves, 19 de febrero de 2015

liquidambar

Liquidámbar



   Mi nombre es Luis Navarro y tengo cuarenta y tres años. No voy a dar demasiadas explicaciones sobre mi pasado, solo diré que cursé en la facultad cuando era joven y que luego me dediqué a otra cosa. En eso andaba cuando ocurrió la historia que voy a contarles. No pretendo que usted, insurrecto lector, me tenga por ella consideración o lástima. Es solo que llegado el otoño siempre me invade un deseo de reconstruir aquellos días, los más importantes, los nodales, aunque los recuerdos empiezan a borrarse poco a poco, como la lluvia decolora las letras de una carta en la calle. Hago lo posible por retenerlos, pero cada día que pasa es un detalle minúsculo que se desvanece, un segundo que olvido, una palabra que se transforma en otra, que pierde su brillo, que se disipa.
   Llegué al sanatorio el otoño del noventa y nueve. Escapaba como nadie de una vida miserable. Al llegar a la habitación que me habían asignado, ya que debía permanecer allí, colgué un pequeño retrato en la pared; el bolso aún esperaba.
   El trabajo resultó simple, yo era el encargado del mantenimiento general de la institución. El sueldo no era demasiado pero incluía alojamiento, almuerzo y  cena.
   La directora, una mujer gorda pero de cierta viveza a quien yo había contactado por medio de un familiar, me presentó con rapidez al personal, luego recorrimos el edificio. El mismo constaba de cuatro pisos escalonados según el orden de complejidad de los pacientes, siendo planta baja el salón comedor principal. Cada  piso disponía de una sala con amplios y oscuros sillones y ante sí un televisor. Luego del salón, hacia el final, una puerta enrejada que desembocaba en una escalera conectada a todos los pisos  que descendía en un solo sendero hasta el patio, un Edén de araucarias y ligustros chicos, de césped de hoja ancha y esmeralda. Recuerdo que me sorprendió aquella vez la imagen de un árbol bellísimo, que quise reconocer como un liquidámbar.
   Mi habitación estaba en el tercer piso. Era no muy amplia pero de una luminosidad tal que emanaba un verdadero fulgor, aunque mis tareas me impedían por lo general gozar de sus efectos. Disponía además de mi propio baño; y tan solo la falta de un balcón pequeño para tender la ropa hacía que aquel lugar no fuera enteramente perfecto.
   Los primeros días me hallaba yo demasiado ocupado como para tratar de entablar amistades o conversaciones. Me atrevo a decir con soltura que durante los primeros quince días no puse un pié fuera del sanatorio; todo lo que quería y necesitaba mi espíritu se encontraba allí. En el tiempo restante, mientras esperaba la cena o tomaba un descanso, solía leer a Mérimée o a Nikolái Gógol. Cuando la lectura me aburría, peldaño a peldaño consumía la escalera para ver esas hojas, esas sublimes lenguas de lava y sol, esas caracolas arbóreas. ¿Qué me importaba entonces el abandono y el olvido? ¿Qué me importaba la crueldad y los azotes del tiempo? Díganme, ¿alguien puede estar triste frente a un liquidámbar en otoño? Yo no podía, la tristeza, como por una grieta, chorreaba de mi corazón y una paz de orgasmo me redimía el alma.

   Hasta que un día, un día tal vez más frío que los demás, la vi llegar. No puedo precisar que era exactamente lo que la hacía tan bella, había mucho de eso en su piel líquida, en sus pómulos, en su escultura diminuta. Pero tal vez lo más significativo eran sus ojos, unas gélidas finuras de diamante; ellos eran el centro de su oscurantismo y todo su cuerpo era cubierto por sutiles marcas que nacían de ellos.
   Era joven, aunque urgida por la misma seriedad que tienen los deudos ante la tumba, y eso le daba un aspecto particular, una cierta vejez del espíritu. Todo el hospital se detuvo ante su aparición; los locos abandonaron un instante sus manías, y nosotros, el personal, las nuestras,  y ambos grupos unificados por una suerte de sugestión hipnótica, de captación visual, similar a la que puede sentir un mortal ante la imagen viva de un dios, alabamos con el silencio su entrada dionisíaca. Venía siendo escoltada por dos corpulentos enfermeros; en el pasillo se replegó y la soltaron, entonces dio unos pasos, rió y manchó de luz el salón principal con sus párpados celestes.
   Yo me quedé maravillado a tal punto que seguí cada movimiento de su ingreso mientras simulaba cambiando una lamparita o dándole retoques a los picaportes.  Supe que estaba en la habitación número doscientos cinco, piso dos. Su nombre era Lorena.
   Durmió dos días enteros. En el segundo tuve la posibilidad de acercarme porque el depósito de su baño no funcionaba bien. Estaba tendida, el cuerpo rígido y trazado por paralelas de claridad, tan blanca su piel cortada por mechones de pelo negro que se extendían como almas sobre el valle de su espalda. Parecía tan bella allí, tan muerta que no pude evitar repetir en voz alta las palabras de Gautier “N'avait pas perdu ses enchantements, et dans elle la mort était encore une coquetterie”
   -¡Vamos, vamos! Que usted no puede estar aquí- dijo la enfermera  mientras ingresaba.
   -Pero el baño…-
   -Pero nada, ya habrá tiempo después, ahora descanse que demasiado ha hecho por hoy-
   - Bueno, volveré mañana- dije.
   -Quizás, quizás- replicó.

   Al día siguiente pasé gran parte de mi descanso observando el liquidámbar. Me resultaba agradable acercarme agachando la cabeza y allí, apoyado en el tronco venoso, saborear el olor de las hojas. La imagen del cielo entre las ramas cubiertas de brasas era la más bella de todas. Podía entonces por un  momento entregarme a las sensaciones que irrumpían.
   En la base del tronco descubrí ese día, con sorpresa, como una dilatada serpiente marrón, una enredadera. ¡Habría que retirar mañana mismo ese parásito!
   Seguí molesto durante todo el día. Vagaba por el piso dos, intentando acercarme a ella. El baño ya había sido arreglado, aparentemente era una falla trivial, y a mi se me agotaban con eso las excusas. Las enfermeras no dejaban de ir y venir. Quise en principio calcular el tiempo que transcurría desde cada visita. Resultaba imposible, eran azarosas y continuas. Con certeza no se trataba de una paciente común. Quizás era un caso más grave que los demás, quizás la familia aportaba un dinero extra para su cuidado, eso siempre ayuda.
   Solo en un descuido, cuando observé que varios enfermeros se agolpaban en un costado del pasillo para sujetar a un muchacho, tuve la oportunidad de arrastrarme hacia su habitación.
   Cuando entré ella estaba parada al lado de la cama con una bata que le resaltaba los pechos; creo que se atemorizó, porque dio dos pasos para atrás y los acompañó con un pequeño gemido.
-      Tranquila, no te asustes. Me llamo Luis- dije.
 Pero ella se apoyó en la cama, pronta para huir y luego salió corriendo en dirección a la puerta. Se chocó inevitablemente contra mi cuerpo y yo la sujeté. Supe que su cabello olía a jazmines. Se esforzó en vano por zafarse de mis brazos.
-      Solo quiero ser tu amigo- dije, justo para recibir su mirada azul y luego las manos de los enfermeros que nos separaron.
-      Usted no puede estar acá Luis, ya se lo he dicho- dijo la misma enfermera.
-      Es que me dijeron que el baño…-
-      Es que nada, ocúpese de sus cosas-

“¿Ocúpese de sus cosas?”

    Tiempo después, un día que recorría el patio, pude ver que la enredadera iba tomando casi la totalidad del tronco del liquidámbar, probé sacarla con las manos, pero estaba muy adherida y su cuerpo grueso se ajustaba con fiereza al cuello del árbol. ¿Dé donde habrá salido ésta bestia? Debería notificar a dirección para que me consigan algún herbicida pues ya se notaba más débil el aspecto de las ramas, y yo no podía dejar de pensar en ella, en sus ojos templados y en su sonrisa; las hojas amarillas y fuego había perdido su don y una tristeza glacial me devoraba el pecho.
   Los días que siguieron tuve poco trabajo, las cosas se rompían cada vez menos, y un día vi a un gordo vestido de mameluco desmantelando una instalación eléctrica en el segundo piso. Pero no me importó, si ellos querían pagar aparte por un trabajo que podía hacer yo perfectamente, era asunto de ellos.
   Terminé el libro de Merimemé y me entusiasmé con el cuento “El capote” de Nikolái Gogol; el pobre desdichado tenía algo de fatal inscripto en su destino. Pensé en mí, pensé en el tipo del capote y pensé en el liquidámbar. A todos nos unía un hilo fino y similar, cuyas motivaciones, sutiles, se me escapaban.
   A las dos semanas del incidente con la enfermera estaba yo en mi cuarto, había cerrado las cortinas para lograr algo de oscuridad durante la siesta, pero la luz marrón se colaba igual a través del paño. No dormía, miraba perdido intentando darle vida al retrato que pendía en la pared, pensando en aquel entonces, en el momento de la foto.
De repente la puerta chilló lentamente emitiendo sonidos quebrados a medida que la persona que estaba afuera la iba empujando. Entró un haz de luz sobre la quietud y me dio justo en la cara, entrecerré los ojos y esperé a la enfermera, pero no apareció sino el rostro lívido de Lorena.
-      Me escapé del dos- dijo, y largó una risita. Luego pasó y cerró la
puerta detrás de sí, estaba en bombacha y remera.
-      ¿Cómo supiste dónde estaba?- pregunté.
-      No supe, me metí en cualquier lado para zafar de las enfermeras, me tienen podrida-.
-      ¿Querés  sentarte?- dije y le ofrecí un lugar en la cama.
-      Bueno ¿Qué hacías?
-      Nada… recordaba-
-      ¿Querés coger?- preguntó.
   No era la misma muchacha que descansaba apacible, o que intentaba huir de un perseguidor imaginario cuando entré en su habitación. Estaba distendida, y pude notar que me deseaba de algún modo. Sí, me deseaba.
Le saqué la remera con suavidad,  debajo aparecieron dos esferas blancas y sólidas, pequeñas, exactas, que resaltaban sin otras pretensiones que la pura belleza, como medidos detalles de ese cuerpo tallado milímetro a milímetro. La bombacha, al correrse, dejó entrever un sexo rojizo y sediento, decorado con gracia por un vello suave.
-      Creo que no deberíamos-
-      Creo que sí- me respondió.

   Entré en ella con lentitud primero, gimió con un sonido apagado y luego me hundí por completo, su cuerpo se tensó contra el mío, y rodeó con sus tentáculos mi torso, mis brazos y mi cuello. Comencé a mecerme en empujones articulados, y mientras más aumentaba mis movimientos más sentía sus extensiones contorsionarse alrededor de mi cuerpo.
   Al momento de acabar el éxtasis era tan grande y se sumaba perfectamente a la asfixia que luego de eyacular perdí la noción.

   Cuando desperté estaba solo y eran las once de la noche. Caminé por los corredores silenciosos y oscuros y bajé por las escaleras al patio. Un farol en el centro que estaba siempre encendido arrojaba una luz amarilla manchando apenas los árboles y las plantas. Ahora la bestia había tomado la parte inferior de la copa y emitía destellos de ramas por todos lados, como buscando de dónde más tomarse. No sé si era la luz, pero pensé que ese árbol se estaba apagando de a poco. Y me acosté allí abajo, sobre el costado derecho del puño de mi camisa que aún retenía el olor a jazmín, y apoyando la nariz en su recuerdo me dormí.
   A la mañana siguiente, temprano, cambié un foco de mi propia habitación y un plafón más grande de la cocina. En el pasillo me encontré a la directora que salía presurosa de un consultorio y aproveché para informarle sobre el liquidámbar.

-      Pero no sea tonto- dijo riendo- mire si una enredadera le va a hacer algo a un árbol.

   Esa siesta no apareció, la esperé cerca de una hora y luego bajé al piso dos que estaba desierto a no ser por una vieja en el pasillo “Estoy toda golpeada- dijo-  mire como me pegan esos animales, mire (apartando la blusa de su cuello) mi marido, los enfermeros, mire como me dejaron”. La esquivé como pude y fui hacia la doscientos cinco. Probé el picaporte y cedió. Adentro había una frescura oxidada y oscura de siesta, y sobre el fondo dos figuras jadeaban despacito de pié. El tipo que estaba detrás de ella tenía chaquetilla verde de enfermero o de doctor y se movía con energía pero atenuando lo más posible el sonido. Los miré por un buen rato hasta que se detuvieron y después me fui.
   La próxima tampoco vino, ni la tercera. Reapareció a la cuarta siesta y tuvimos sexo sin besarnos. Ella me apretó con sus tentáculos un poco pero pude contenerla; acabó ella primero y luego se fue sin siquiera despedirse.
   Yo estaba perdido en su figura perfecta, en su desorden mental y en su sexo de ramas afiladas.
   En los días que siguieron fui perdiendo de a poco el interés en el trabajo, y más tarde dejé también la lectura. Caminaba todo el día escaleras abajo, escaleras arriba. Primer piso, segundo piso, cocina, patio. Me echaban de todos lados o me mandaba a cambiar focos y yo los mandaba a la mierda. Pero ella no apareció sino hasta una semana después y ese sería nuestro último encuentro.
   La mañana de ese día pensé que ya era hora de que saliera un poco a la calle. Tal vez ir a tomar un café o jugar al pool en algún bar cercano.
   Tomé el ascensor en el tercer piso y apreté el botón de planta baja. En la recepción la secretaria me dijo que de momento “nadie” podía salir. Raro.
Nadie. Ya estaba por volver a preguntar por qué cuando cerca del ascensor vi a un médico de chaquetilla verde, era el mismo que había estado días atrás en la habitación de Lorena. Apuré el paso y me subí con él.
-      ¿Va para el piso dos?- preguntó
-      Si doctor-
   Al llegar bajé yo primero y caminé hacia el salón como desentendido. Esperé un momento y luego miré por sobre mi hombro, lo vi girar y dirigirse hacia las habitaciones. Di la vuelta y fui tras él. Cuando doblé por el pasillo ya no estaba, entonces fui hacia la doscientos cinco y entré de golpe. Ella estaba acostada en la cama mientras él acomodaba el tensiómetro en su brazo izquierdo.
-      ¿Qué busca?- mi inquirió- usted tiene que estar en su piso.
-      Eso ya lo sé- dije.

   Ni siquiera me miró. Sus ojos cubiertos de rocío vacilaban como estrellas posadas en el rostro ahumado del médico. Tenía la misma mirada que sentí sobre mí la primera siesta que entró en mi cuarto, el mismo lúbrico deseo.
   Salí con la angustia descollando  en la garganta y bajé directo al patio. La enredadera había ganado ya casi la totalidad del árbol. Entonces supe que pronto se secaría, que ya no había más remedio.
   Subí hasta mi cuarto en el tercer piso y lloré mucho. Llore como nunca. Lloré por Lorena, lloré por el liquidámbar y por mí.


Estoy...

Estoy quieto, estoy fantasma, estoy sombra, solo, montaña, veneno, hielo, carne roja. Estoy tierra, estoy sueño verde, estoy nube lacónica. Estoy aire azul. Estoy breve en el espacio, tan prolongado en un tiempo de óvalo. Estoy siniestro como un día de sol. Estoy fuerte como un abismo que se extiende hacia las entrañas de la tierra. Estoy voraz de la vida. 

martes, 7 de octubre de 2014

Franco y el murmullo líquido I.

Despertarse, luego.

Franco despierta gris y líquido, chorreando una cascada de aliento desde lo hondo de su cuerpo hacia las riberas de su casa, que va inundando. Vuelve de la dimensión blanda del sueño para arquitectar nuevamente los espacios: diagramando ochavas, reconstruyendo los cimientos, los bordes, los muros, las líneas, las vigas, las aristas, el hormigón; hasta volverlas zonas duras, y sobre ellas dibujar una geografía sólida: un sillón, una alfombra dormida, una botella, una lámpara roja y seca, una mesa.  Y como un pegamento que las une, como un engrudo pesado y denso, el sufrimiento persistiendo en el aire. Y a través de esa masa compacta, canales que su mente va dragando y en ese mismo acto constituyendo: la escalera primero, la baranda fija, el patio interno, las carnocitas y los aloes, las azucenas, el agua que pierde la canilla, un gato estirado de calor, un guión que abre el diálogo con la puerta de roble, pesada y dulce al tacto, risueña, risa de abuela gastada, la sala comedor, el pasillo, la puerta principal, el afuera: los autos, las nubes, los peatones, sin edades ni sombreros, sin cauce, arterias partidas del río Franco, hacia los ríos, el mar, el océano, la inmensidad sin tiempo, Dios sentado en el ocaso, mateando suave.

   Cuando era niño no podía entender que el espacio continuara aunque ya no lo viera. Temía el vacío que se relame en el interior de cada cosa. Ahora, lejano, lo toleraba con más paciencia que pesadumbre, hundido en un tiempo único, un segundo antes de que todo se dimensione otra vez, un soplido donde Franco no era Franco, o estaba aún en vías de ser, y la escalera, la puerta de roble, los estantes, los libros, la angustia roja, llegaban en diferido, y le daban la oportunidad de distinguirse de quién luego sería Franco.

  En seguida las siete y cuarto, y media, menos veinte, ocho y uno y dos y tres y cuatro. Pulso. Tantos latidos en tantos segundos, tantas imágenes, tantos sonidos por milésima: un perro afónico, remoto, una calandria, un cajón arrastrando las patas, una puerta de chapa.

Julia.

   Mover las piernas, estirar los dedos, sentir el día mojado sobre su tristeza, deslizar el índice por la sábana, el ventilador de costado gritándole a una hoja que se asusta cada vez que gira la cabeza, y tiembla. El peso leve e inmediato de las palabras que consuelan, y sin embargo que grosor había en su mirada, que infinita tormenta de granizo y soledad, lava volcánica naciendo de las venas del insomnio, rajadura, cajón húmedo, polvo de muerto, ceniza. Pero algo finalmente sin decir, hasta en el borde de lo inconfesable, intuidas las palabras  en los nervios y la desesperación, simuladas, reencontradas tras un gesto de Julia, una arruga especial en la comisura de la boca al sonreír, como si solo sonriera con los dientes, con los tendones. O en un sutil pestañar, un guiño esquivo y a destiempo, como pasarle un mate a alguien y en el camino las manos chocan, el mate por el piso. Hacer el amor y darle un codazo, entrar cuando ella sale, empezar cuando ella acaba, acabar solo y a cuerpo muerto. Y se va espesando en el aire la tristeza y el hollín de la ternura consumida en llamas, y se cierran los canales, se vuelve todo tan denso e infranqueable  dentro de la habitación, que se mueven lento, y al moverse se estrellan, y al mirarse son solo bruma, y se descifraban como locos, como novelistas, en los cordones desatados.


   Y al abrir la puerta y bajar la escalera y al esquivar el gato como una línea, Julia no está sobre las azucenas sedientas, en la puerta dormida, desparramando el manto de polvo que ahora se extiende negro. No está. Y se ve más claro sin tanta niebla, se siente también más claro, pero se está turbio y deshojado.

La ventana

Los muros de la casa se cuartearon, grandes escamas color piel soltaron su cabeza para que el viento las abanique. Ahí, bajo su sombra, magníficas, un arroyo de babosas se enroscaron y se amasaron en el amor de la vereda.

Después el tiempo cerró la boca.

                                                                                                        Su madre le pidió que abra la
                                                                                                        ventana antes de la tardecita.

   ¿Para qué? al final la tarde se licuará. Es mentira que las cosas existen por fuera de lo que va sucediendo. Las cosas nacen día a día. Generación espontánea. Y a la noche se zambullen en el olvido negro.
                                                                                                         Pasa un hombre con sombrero.

   Luz espera. Un nerviosismo adolescente va arañándole la espalda: lleva un balde de agua hasta las azucenas de punta flor naranja, beben y se bañan risueñas, el helecho las envidia erizado, pronto moja su espesa caballera en un segundo balde: verano.
   En la otra punta de la ciudad también Pedro espera.  Tal vez pueda deslizarse, ahora, en cualquier momento. Si piensa en la locura se le viene la siesta de los chicos, si piensa en el verde se le viene el sol, si piensa en los cactus y en las orquídeas se adormece en caballos. Y mientras su mujer riegue también las azucenas, otras, quizás Pedro pueda venir hasta donde Luz le sirve un mate a su madre, a su verdadera casa, porque Luz piensa en cosas disímiles mientras lo espera desenrollada en la poltrona,  
                                                               piensa en la gangrena de un beso, en las manos que se llenan de pensamientos tremebundos; y va cosiendo su piel a la corteza de un mal recuerdo, la medicación de su madre, la agonía rumiante, la silla de ruedas;  su dulce madre, y Pedro en el espacio sórdido entre una punta y otra, y ella habitando su ser, sola. Un día más, aguanta.

                                                                                                            Y cierra la ventana.

      

Arteria


Doblé por la colectora y aceleré, la aguja marcaba 60. Hice un cambio de luces, pero a esa hora donde el sol se hunde en el infinito ninguna luz del hombre es suficiente. Terminada la media luna tomé la autopista y hundí mi pié en el pedal. Llegué a 90. Luego 100… 120, ahí lo mantuve un tiempo disfrutando del zumbido monocorde de las rueditas del Fiat sobre el asfalto. En una maniobra simple crucé por la derecha una estanciera que parecía venir paseando. Estaba de buen humor. En una curva apenas pronunciada bajé la velocidad, ya se perfilaba ante mí la extraña realidad que bordea a las rutas de aquella zona, es decir la naturaleza en su esencia proliferante: cañadas, eucaliptales, lomadas abruptas. Pensé y sentí esa extrañeza al imaginarme recorriendo esa ruta a tanta velocidad por el interior de un follaje que ya empezaba a ser solo sombras y relieves, donde seguro los ruidos nocturnos y los movimientos en sus entrañas vomitaban algo de terror.
Aceleré a 140 para cruzar un camión, ésta vez por la izquierda. Seguramente si alguien me mirase desde arriba podría ver a las compactas zonas urbanas conectadas apenas por estas arterias, por las que el hombre, como sangre, hacía trayectos en el interior de la brutal naturaleza, pero a salvo en pequeñas cápsulas de cuatro ruedas. Y pensé que el hombre hace todo eso porque le teme a esa brutalidad de lo natural, lo selvático, lo animal. Por eso se inventa pasajes seguros por el interior del gran cuerpo verde para dibujar una línea a 140 km/h, donde la naturaleza no pueda colarse.
Se terminaba la autopista y continuaba una ruta común. Nadie venía en mi propio carril y solo algunos camiones y autitos rompían cada tanto el horizonte de frente con sus luces débiles.
Aceleré a toda marcha, el chasis vibraba hasta hacerme hormiguear las manos. Lo más rápido posible salir de las entrañas de la animalidad y volver a casa, volver debajo de esas sábanas que cubren, debajo del cielo raso que cubre, de las tejas que cubren. 160, parecía que iba a explotar en cualquier momento. Lo que en realidad el hombre teme no es el follaje, las sombras y sus monstruos. Lo que teme es la animalidad que lleva dentro, teme darse cuenta, de golpe y porrazo, de que es solo un mono común y corriente, teme que la naturaleza se la meta en sus arterias.

Diviso una sombra lejos en el medio de la ruta, tardo unos segundos en que un destello de la luz alta me indique un bulto, en un segundo y medio más sé con certeza que ese bulto es una vaca que, lenta, cruza la ruta. Piso el freno. Las agujas se enloquecen. Está a veinte metros. 110 km/h.  quince metros, 90 km/h, 80 km/h. Cinco metros. Volanteo. El auto se traba y tumba. Las chapas se abren en mil fuegos artificiales, y se abren las arterias, todas las arterias del mundo.

Neurocintíficos


Pero de noche tendrán un sueño extraño: adentro de una garganta hay otra garganta, y adentro de esa garganta, en un costadito, una flor amarilla. Y despertarán los neurocintíficos y dirán "fué solo un sueño" se tomarán su café de todas las mañanas y leerán el diario, pero es café será más amargo que antes.

Estoy enojado con ella...



Estoy enojado con ella, porque ha preferido otros mundos, otras galaxias, otros contornos. Me vio recostado a un farol, en la parada del colectivo; la vi asomarse por su ventana en una noche de verano que olía a sábados y a repelente para mosquitos. La vi dulce como una canción de tres acordes menores, sobre una hamaca paraguaya en una tierra lejana, olvido, cerca del mar. Vi que era un poema, vi que soplaba sobre mí olas inmensas de sonidos extraños, melodías que de cerca semejaban sonrisas y cerveza. La vi preñada de locas esperanzas, tullida de recuerdos, enredada en el tramayo de la locura urbana, olvidada detrás de un padre rojo y gordo y de saco negro, y pensé que era la desesperación, el lamento de un caballo, el relincho de una amante, una pequeña  olvidada sobre el renglón de una hoja en blanco. Eso lo sé, me lo demuestran sus ojos de botones cuando los veo brillar en la noche, mientras me mira, y yo finjo que duermo, pero enojado, porque ha preferido otros mundos.

domingo, 5 de mayo de 2013

Dónde está Solosnovsky?



¿Dónde está Solosnovsky?
Al final estaba solo. No había respuesta a esos
signos de interrogación cerrados en el silencio.
 Silencio que se esparciría luego sobre la
 superficie del mar, y ahí al alma de la memoria.

   Todo me afecta, cualquier onda sonora, cualquier movimiento acústico, cualquier palabra. Mi cuerpo se ha vuelto un sonajero, similar a esos de metal que tintinean en la puerta de las casas antiguas ante la menor brisa. ¿Cómo no me iba a afectar lo que ella me dijera? Habría que ser de cemento y no de cobre para que eso no generara una onda expansiva similar a una piedra que cae al agua.
   Solosnovsky, ¿donde se habrá metido?
   El mundo para mí es una cárcel, los barrotes son de sonido, estrépitos que resuenan por doquier: por ejemplo en éste patio, las bocas que se producen por la porosidad finísima de la pared parecen trompetas; por ejemplo en la pintura movida y vívida que yace y subyace en los cuadros pintados con grosor, hay como una textura, una superficialidad rugosa, sobre ella impacta el aire que se mueve casi imperceptible y va a parar como un dardo hacia mí. Ni pensar en hacer dos pasos y entrar en el baño, el chorro de orín golpeando contra las aguas calmas del inodoro devendría en un sismo.
   Tengo que resistir mudo y quieto para intentar frenar, al menos de momento, el gravísimo golpe que han sido sus palabras. Y, ay, su silencio. No hay cosa que me enloquezca más que su silencio, no hay cosa más audible, más tremendamente atronadora que su silencio.
   Se enciende una luz, escucho golpear las moléculas fotoeléctricas contra las moléculas de ozono, regando de un ámbar sonoro el resto del pasillo y parte del patio, donde al final una mesa acostada sobre uno de sus lados chirria por el movimiento rotatorio mismo de la tierra que la empuja hacia una pendiente tan nimia que nadie  la puede ver, pero yo la puedo oír. ¿Dónde está Solosnovsky? ¿Cómo pudo pensar que lo que ella me diga podría no afectarme?
   Llevo veinticinco días sin dormir. No hay almohadones, ni puertas y ventanas clausuradas que amengüen siquiera el impacto: una moto que cruza equivale a 100 cajones de c4, 27 molotov, y 12 cartuchos en orden sonoro progrediente a medida que se aleja. Exagero. Usted sabrá interpretarme. Hay cosas que no se pueden decir, sobre todo con tanto silencio, ella tendría que saberlo. Y Solosnovsky, desgraciado imprudente, viejo inmundo y reseco de veinte años ¿Será él quién encendió la luz? ¿Dónde estuvo? ¿Qué esperará? ¿Qué salgamos ahora? ¿Qué montemos guardia en el pasillito por si llega en cualquier momento, más viejo y más reseco? ¿Y qué espera al dejarme solo acá con ésta loca lujuriosa de palabras y de mutismo, y de vacuidad, y de sordera también?
   “Se terminó”
                           un mantra serio y desmembrado, un eco tibio que perdura, nada más. De tanto que retumban esas torpes palabras dentro de los tubos de mi alma se les vuela el sentido y son meras letras, meras posiciones de una boca que sopla y sopla. Que vuelva. Que vuelva con noticias de afuera. Que vuelva con un brazo menos, me da igual. Que vuelva. Patricia no sirve para tener un arma y sentarse detrás de una mesa tumbada a esperar temblando, no sirve para tener palabras y menos tanto silencio encima. No sirve. Fue su culpa, él la metió. Va a morir por voluntades ajenas, por juicios y deseos ajenos, por ideologías ajenas, sin más palabras que “se terminó”, con la pobreza de la valiente justiciera social invitada a un espectáculo de doctrinas que no comprende y que en el fondo, quizás, ni siquiera comparte.
   “Está muerto”
                             es lo que cruje, es lo que ella quisiera gritar, y de tanto que grita no la quiero escuchar, y de tanto no querer escucharla no hago más que escucharla. “Está muerto”, eso, nada más, lo cagaron matando esos hijos de puta. Años, meses y días sin dormir, ¿para qué? “Mataron a Solosnovsky” No quería esperar esa noticia, no podía esperar esa noticia. La semiautomática despuntó mi salida del orificio. Sobre la otra esquina del patio Patricia me miraba, o hacía que me miraba enroscada sobre unos trapos, detrás de la mesa tumbada. El arma por el piso. Los intuí, sabía que podían ser ellos, pero no sabía si traían la respuesta de donde estaba Solosnovsky o venían a juntarnos con su destino. No hasta que escuché los pasos en el corredor. ¿Cómo explicar  el zumbido voraz, como enjambre ensordecedor, de esos pasos en el pasillo? Parece que digo macanas ¿no? que suena a relato trillado “pasos en el pasillo”, porque a fuerza de sedimentarse en las capas de nuestra vulnerabilidad se han naturalizado y luego petrificado. ¿Qué sabrá usted como sonaban esos pasos, pobre común oyente? ¿Qué sabrá como revienta un disparo en un pasillo cualquiera de zona sur, en un barrio cualquiera de Rosario? ¿Qué sabrá  como un simple golpe te arranca el  cuerpo sonajero, te quita el mantra rumiante, y te despedaza la única pregunta que te mantiene con vida?


domingo, 10 de junio de 2012

Perceptos


¿Qué son los perceptos? Creo que un artista es alguien que crea perceptos. Entonces, ¿por qué emplear una palabra rara, «percepto», en lugar de percepción? Precisamente porque los perceptos no son percepciones. Diría: ¿qué quiere un hombre de letras, un escritor, un novelista? Yo creo que quiere llegar a construir conjuntos de percepciones, de sensaciones que sobreviven a aquellos que las experimentan. Y eso es un percepto. Un percepto es un conjunto de percepciones y de sensaciones que sobrevive a aquél que las experimenta.
Gilles Deleuze, El Abecedario de Gilles Deleuze1

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Transportares

Cuento publicado en la Antología Literaria Carpe Diem 2011
 
Un hombre paseaba por Ayacucho cerca del parque Santa Cruz en una mañana muy fría de otoño. Eran las siete en punto. Había discutido con su esposa la noche anterior y ahora todo daba vueltas en su cabeza.
   Se acomodó en el banco del parque como pudo, único, desgastado, modesto banco, y allí se durmió. Entre sueños sintió calor, vio la tormenta de arena acercarse, luego no vio nada más. Supo que estaba en algún lugar desértico, atrapado en una jaula bajo un sol fuerte. Jadeaba y sacudía los barrotes, intentando escapar. El viento hacía que la arena se pegara a su cuerpo desnudo. Al principio solo logró distinguir una figura que se acercaba por los médanos y que él asoció con un camello montado por algún califa. Rápido pudo corregir su primera visión, la naturaleza equina del montado y la apariencia de caudillo del segundo eran más acordes. Cuando estuvo tan cerca que podía olerlo notó que se trataba de un gaucho de aspecto fiero, barba desigual y ropajes típicos.  El sombrero de alas cortas dejaba ver un rostro fustigado por los azares; descendió del animal y se acercó a la jaula donde estaba. El silbido del facón al rozar la faja se perdió en los giros del viento y fue a buscar el cuello del recluso que se negó. “No es para mal de ninguno sino para bien de todos” sentenció el jinete.
   Se despierta…
   Una niña, sentada en su mismo banco, se había enredado en un copo de azúcar y el resultado de sus intentos por liberarse lo trajeron a la vigilia. Él la llevó hasta donde estaba su madre. Al mirar a la mujer vio en sus ojos el mismo encono que había notado en el gaucho, para ser exacto eran los mismos ojos.
    Ahí nomás aprovechó el vuelco que dio el 143 para precipitarse sobre el autobús. Estaba vacío y eso pudo reconfortarlo un poco. Solo una forma en el último de los asientos se ocultaba detrás de unos paquetes. Se sentó adelante y miró al chofer que permanecía absorto en su labor. Intentó observar mediante el espejo al otro pasajero, pero solo pudo ver los paquetes y un sombrero blando de ala corta que emergía arrogante. Desesperado le indicó al colectivero su inmediata bajada y saltó del vehículo. Aún estaba en medio de la vereda cuando a sus espaldas encontró al jinete del desierto: “No lo tenga a mal amigo, es para bien de todos”.
   Se despierta.
 Está solo en el banco de la plaza. Mira su reloj, son las siete y diez. Es solo un sueño, piensa. Regresa a su casa y se da un baño. Dana duerme. Dana da vueltas como un dado, piensa. Azarosa de mierda. ¿Qué me dirá si me voy, si la dejo sola con sus da da da, si me corro de su chorro… si me borro?
   Agarró el auto y se fue donde empezó todo. Sin querer (o porque Ayacucho corre para el río) pasó otra vez frente al parque. En el banco una nena molestaba a un tipo que dormía. Hastiada de esa sustancia dulce y pegajosa daba gemidos y le pasaba sus dedos por las mejillas. El tipo se despierta, mira a la nena, se coloca su sombrero de ala corta y la arrastra hacia el interior del parque donde una señora contempla abstraída unos malvones. Disminuye la velocidad del auto y se queda mirándolos. La pareja advierte que alguien los observa y el tipo de sombrero de ala corta comienza a correr en dirección a él. Dobla y acelera por el pasaje Santa Cruz, pero es tarde cuando nota al 143 que giraba furioso por San Luis. El colectivo embiste con ferocidad el Volkswagen. El chofer se resiste a dejar de acelerar. El auto se pone de lado. Antes de tumbar mira hacia el autobús y nota al conductor absorto y sentado a su lado, en el primer asiento, al caudillo del sombrero de ala corta. No supo que le decía, pero él creyó leer de los labios “es para bien de todos”.
 Oscuridad.
 Se despierta.

 Abre lentamente los ojos y los vuelve a cerrar porque la arena inunda sus retinas. Casi se cae. Acomoda un pie en un estribo y ve que al caballo le cuesta descender por esos montículos de arena. Lo alienta como puede, lo sostiene de la rienda como queriendo que no se caiga. Busca en la lejanía lo que sabe que encontrará. Allí está la jaula con el caudillo adentro. Sabe que tiene que matarlo, sabe que aunque ya no lleve el sombrero de ala corta, que aunque esté desnudo y sediento, es su vida o la del otro. Sabe además que no es para mal de ninguno sino para bien de todos.


sábado, 11 de diciembre de 2010

Dos Muertes

Dos Muertes


Aquella noche me hallaba sumido en la lectura de “El avaro” de Molière cuando un ruido extraño me sobresaltó. Era un ruido que nunca había sentido en la pensión, pero que me resultaba de cierta familiaridad: un sonido metálico, como el raspar de dos caños; sonido seco y puntual que no volvió a repetirse y que solo fue continuado por un tenue cuchicheo. Todo ese alboroto procedía, como no podía ser de otro modo, del cuarto vecino.
Por entonces yo me contentaba con ocupar las noches del verano, renunciando a las mañanas por el calor, y también un poco para no cruzarme con nadie. Entonces el café y el paso sereno en el pasillo se volvieron como un mantra. Un mantra y un escudo con el cual refugiarme de todo el mundo.
Por eso tampoco conocí al nuevo inquilino el día que trajo los muebles para instalarse en la habitación que había dejado Flores después de reconciliarse con su mujer. Solo me llegaron rumores: “Un hombre algo excéntrico” (Mario, 49 años). “Me gusta como se viste, usa un sombrero de tango” (Lila, 17 años) “Debe ser un drogadicto” (Marta, 58 años).

Y ahora esos ruidos. No era la intensidad lo que me molestaba, sino tan solo que haya ruido.

Aunque… es cierto, pasado un tiempo la curiosidad pudo más que la intolerancia, y como tampoco lograba concentrarme en la lectura, decidí pegar un vaso a la pared.
El murmullo era difícil de descifrar y estaba continuamente atravesado por exclamaciones y risitas. Había al menos tres personas allí. Una de las voces era la principal; se dirigía a los demás dando una serie de instrucciones. Las otras dos voces surgían cada tanto para agujerear el discurso con alguna pregunta. Tengo la certeza la voz principal era de un hombre; una de las otras voces era femenina.
Así pasó no menos de una hora, y yo seguía escuchando, arrastrado por un impulso que me impedía desprender mi oído del cristal. Pero solo pude rescatar de la conversación frases aisladas, tal vez muy desfiguradas por la escasa audición y los vahos de mi fantasía. Éstas son:

“Es solo momentáneo, pronto volveremos a la vieja casa” (Voz grave, muy al inicio de la conversación)

“Esto siempre se realiza así” (voz grave)

“Y acá nada se pierde, es como esa idea de la energía” (voz grave)

“Ja ja, niña no p…” (Voz grave)

“Se vuelve rutinario, eso me…” (voz media)

“¿Entonces con la chica que vimos hoy?” (voz aguda)

Luego de un tiempo los murmullos aminoraron bastante y en su lugar aparecieron ruidillos rítmicos, que tuve que alejar con serenidad de mi pensamiento.
Volví a los libros y leí durante gran parte de la noche, aunque a menudo tuve que volver sobre el mismo párrafo. Al final me dormí y el sueño trajo ecos de la habitación contigua, retazos oníricos que, como ocurre habitualmente, se adelantaban a los hechos.
Era mediodía y un surco de claridad dividía mi cara. Aún no estaba decidido a contarle lo que había oído a la dueña del pensionado. Si bien era verdad que la conversación del nuevo inquilino se había extendido más allá del horario, el murmullo era bajo y no podía haberlos culpado de ocasionarme molestias. Lo demás corría a cuenta mía.
Me contuve el nerviosismo y bajé al salón principal, dispuesto a husmear los movimientos de aquel extraño. Para disimular llevé una pequeña edición de cuentos de Tolstoi que hace tiempo berreaba por desperezarse. Sus hojas amarillentas me daban resguardo. Luego de un tiempo me entretuve con un párrafo bastante significante, de capas y de nieve blanca, hasta que una mano me retiró el librito.

-Tres muertes, un relato interesante- dijo mientras hojeaba las páginas.

Yo supe de inmediato que esa voz correspondía a la del instructor de la víspera.

- Veo que te gusta perder el tiempo, igual que a mí cuando tengo tiempo que perder, cosa que no ocurre muy a menudo- continuó.

El tipo tenía a mi criterio unos cuarenta años. Era sólido y rollizo, usaba pantalón de vestir de buen corte y una camisa elegante.
Devolviéndome el libro se dirigió hacia la puerta y atendió. Conversó con un muchacho joven por un rato, luego se dieron la mano de un modo voluminoso y se despidieron.
A partir de entonces no supe más nada de él. Las conversaciones en el cuarto contiguo no se sucedieron y pasó días sin pisar la pensión.
Al fin una noche lo oí llegar. Advertí con claridad sus pasos y el de otras tres personas. Toda la situación hacía que mis sentidos se agudizaran, me olvidaba del final y de la carrera, de mis perfidias y mis tempestades, todo se perfilaba en un instante.
A los pocos segundos volví a escuchar aquel ruido metálico que había escuchado la primera vez, pero en ésta ocasión fue repetido varias veces, y al final, dentro del cuarto alguien soltó un lamento ahogado. No resistí la tentación y volví a colocar el vaso en la pared, buscando la posición exacta en donde se encontraban. Arrastré hacia mí una silla y me dispuse a oír. Como los ocupantes del cuarto se hallaban menos condicionados a hablar bajo, pude captar la conversación de manera más depurada.

- Funciona más o menos así- dijo el instructor.

- Es una maravilla- le respondió el otro – pero hace un ruido infernal para estos aposentos; y sabés que odio los lugares demasiado públicos, odio tener que guardar silencio.

- Esto es cuestión de tiempo, los tres lo sabemos, todo está en marcha -

- Este cuartucho es una bodega del demonio, y yo con ésta idiota sin … que sea una mujer ¿eso te gusta verdad?-

- Aún no dejo de saberlo, ver que… eso es tan fuerte- dijo la voz femenina.

En ese instante la conversación se cierra, oí jadeos y repetidos sonidos guturales. Evidentemente el instructor hacía callar a su compañera, los demás ruidos era fuertes absorciones, o expresiones de placer.
Pero no era el hecho de husmear el sexo y la droga lo que inflamaba me imaginación y me retenía adosado al vaso como un pulpo: tenía la cabal sensación de que allí ocurrían hechos de otro calibre. Sorprendido, me encontré acomodando en mis pantalones el bulto molesto que emergía de ellos. La conversación se reanudó.
- ¿Y ahora que?- dijo el otro.

- Es necesario que por ésta noche al menos le demos fin al asunto. Supongo que los papeles de la casa estarán para ésta semana y ya podremos trasladarnos. Probemos lo nuevo, saciémonos como vampiros y luego remontemos vuelo. Hace quince día que venimos con esto y puede volverse inadecuado permanecer aquí, además yo tengo otros menesteres -

- ¿Qué menesteres? ¿Tu matrimonio? No me vengas con esa farsa –

- Todos los matrimonios son una farsa, yo al menos lo sé y vivo de eso con la misma flema con que vivo de ésto…- se escuchó nuevamente el ruido metálico.

- Eso me enciende – dijo la joven – ¿Que más se le puede hacer?

- Con ésta palanca se retuercen las extremidades, ves… es todo tan sencillo así, y no me digan que no les provee tanto o más placer que hacerlo mediante medios comunes.

- ¡Fantastico! Dejame probar con esto- un zumbido hueco inunda mi vaso.

- Solo sirve para dar descargas-

Al escuchar éstas palabras capté con horror lo que acontecía en el dormitorio de al lado, y de no haber sido por la cama me habría roto la cabeza, pues mis sentidos se nublaban.
Pasó un tiempo, nadie más habló, solo se sucedieron zumbidos y ruidos de máquina encadenados prolijamente.
- Creo que es suficiente por hoy-

- ¿Pero qué hacemos? ¿dejamos el cuerpo así? ¿acá?-

- Ja ja, ¿el cuerpo? Mi querida amiga, aún no está muerta…-

Olas de electricidad y traspiración recorrieron mis venas. No pensé. Salí. Di unos pasos dubitativos y giré por el pasillo que separaba una habitación de la otra. Me detuve frente a la puerta e intenté observar por la mirilla. En ese plano apareció un rostro descompuesto de mujer, bañado en sangre, y deslizando mi cabeza pude observar que todo su cuerpo se hallaba trenzado con una serie de metales y cables. Evidentemente estaba sentada sobre una silla de tortura que nuestros vecinos se deleitaban en probar.
En ese momento vi como alguien acercaba una aguja a sus venas desfloradas, aguja que con seguridad derramaría el veneno final.
Fue el momento más triste y a su vez el más emancipatorio de mi existencia. Ahí supe y entendí que eso no era solamente una aguja que mataba a una mujer. Podía, cruzando un umbral, transformarse en otras cien agujas que mataban a su vez y junto con ella todo. Cada madera de la habitación, cada ventana, cada ser que preñaba mi niñez, mis dolencias, mis caprichos, mi anhelo, mi escasa justicia. Mataba a mis padres, a mis hermanos, a mis tíos. Mataba ese cuarto tan comunicado, esa soledad de alfombra húmeda, esas ruinas humanas. Mataba las noches de café y de mantras, las tardes de alfileres y libros. Entonces tal vez esa aguja no era una sola sino miles, era una onda expansiva, como las que genera una piedra al caer en el agua.
Y nada, nada más. Ya me desvanecía cuando se entreabrió la puerta y ellos me vieron, para su delicia, con la expresión de terror en mi rostro.